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Extractos del libro "Muerte y vida de las grandes ciudades"

Jane Jacobs
Jacobs, Jane (1961). The Death and Life of Great American Cities. (Edición original publicada por Random House, Inc., Nueva York. Traducción española de Ángel Abad, Muerte y vida de las grandes ciudades. 2. edición 1973 (1. ed. 1967), ) Ediciones Península, Madrid.


Reflexiones sobre las calles.

"Las calles de las ciudades sirven para muchas cosas aparte de soportar el paso de vehículos; y las aceras de las ciudades -parte de las calles destinada a los peatones- tienen muchos otros usos además de soportar el caminar de los peatones. Estos usos están en estrecha relación con la circulación, pero no se identifican con ésta, y en rigor son por lo menos tan importantes como la circulación para el buen funcionamiento de las ciudades.
En sí misma, una acera urbana no es nada. Es una abstracción. Sólo tiene significado en relación con los edificios y otros servicios anejos a ella o anejos a otras aceras próximas. Lo mismo podríamos decir de las calles, en el sentido de que sirven para algo más que para soportar el tráfico rodado. Las calles y sus aceras son los principales lugares públicos de una ciudad, sus órganos más vitales. ¿Qué es lo primero que nos viene a la mente al pensar en una ciudad? Sus calles. Cuando las calles de una ciudad ofrecen interés, la ciudad entera ofrece interés; cuando presentan un aspecto triste, toda la ciudad parece triste.
Y más todavía -y con esto topamos con el primer problema-, si las calles de una ciudad están a salvo de la barbarie y el temor, la ciudad está más o menos tolerablemente a salvo de la barbarie y el temor. Cuando la gente dice que una ciudad o que una parte de la misma es peligrosa o una jungla, quiere decir principalmente que no se siente segura en sus aceras.
Pero las aceras y quienes las usan no son beneficiarios pasivos de seguridad o víctimas sin esperanza de un peligro. Las aceras (la utilidad que prestan) y sus usuarios son partícipes activos en el drama de la civilización contra la barbarie que se desarrolla en las ciudades. Mantener la seguridad de la ciudad es tarea principal de las calles y aceras de una ciudad.
Es una tarea totalmente diferente a los servicios que están llamadas a prestar las aceras y calles de las ciudades pequeñas o de los suburbios residenciales. Las grandes capitales no son sólo ciudades muy grandes; tampoco son arrabales muy densos. Se diferencian de las ciudades y de los arrabales en aspectos esenciales, uno de los cuales es que las ciudades están, por definición, llenas de personas extrañas. Todo el mundo sabe que en las grandes capitales hay más personas extrañas que conocidas. Y extraños no son solamente quienes van a los mismos lugares públicos, sino más aún los que viven en las otras viviendas del mismo piso. Incluso las personas que viven muy próximas entre sí se desconocen, y así tiene que ser en razón de la gran cantidad de gente que vive dentro de reducidos límites geográficos.
La condición indispensable para que podamos hablar de un distrito urbano como es debido es que cualquier persona pueda sentirse personalmente segura en la calle en medio de todos esos desconocidos. Es absolutamente necesario que no tenga inmediatamente la impresión de que está amenazada por ellos. Un distrito urbano que fracase en este punto irá mal en todos los demás y será una fuente inagotable de dificultades para sí mismo y para toda la ciudad.
Hoy, la barbarie se ha apoderado de muchas calles, o al menos así lo supone y teme el ciudadano corriente, que en definitiva viene a ser lo mismo. "Vivo en una área residencial tranquila y muy bonita", dice un amigo mío que anda buscando afanosamente otro sitio donde vivir. "Lo único molesto por la noche es algún que otro grito ocasional de alguien a quien están robando". En las calles de una capital no suelen tener lugar incidentes violentos que provoquen el miedo de los ciudadanos en general. Pero en caso contrario, éstos prefieren no utilizarlas en lo posible, lo cual las hace aún más inseguras.
También es verdad que existen personas con muchos pájaros en la cabeza, y que este tipo de individuos no se sienten seguros nunca, sean cuales fueren las circunstancias objetivas. Pero se trata en este caso de un temor diferente del que sienten esas otras personas normales, prudentes, joviales y hasta tolerantes, quienes demuestran su sentido común negándose precisamente a aventurarse en cuanto oscurece por calles en las que corren el riesgo de ser asaltadas sin que nadie se entere y de que los auxilios eventuales lleguen demasiado tarde; y si es de día, estas mismas personas sólo se aventuran por algunos lugares muy determinados y no por otros.
La barbarie y la inseguridad real -no imaginaria- que motivan semejantes temores no es una lacra exclusiva de los barrios bajos. En realidad, el problema es mucho más grave en ciertas "áreas tranquilas y residenciales", de aspecto amable y atrayente, como aquella en que vivía mi amigo.
Tampoco es un problema que afecte solamente a las partes antiguas de las capitales. La cuestión alcanza sus más grotescas dimensiones en ciertas zonas "reconstruidas", principalmente en grupos de viviendas de renta media. El capitán de policía de un distrito admirado en toda la nación por su atrayente disposición urbanística (admiración que comparten urbanizadores y banqueros) ha advertido recientemente a los vecinos que tengan mucho cuidado con las llamadas a la puerta por la noche, insistiendo en que no deben abrirla si no conocen a la persona que llama. El problema de la inseguridad en las aceras o los descansillos de las casas es igualmente grave, tanto en las capitales que han hecho grandes esfuerzos de reordenación y reconstrucción como en las que no lo han hecho. La responsabilidad por esta inseguridad urbana no hay que achacarla ni mucho menos a ciertos grupos minoritarios, los pobres o los desarraigados. Hay infinitas variaciones en el grado de civilización y seguridad que presentan estos grupos y las zonas en que viven. Algunas de las aceras más seguras de la ciudad de Nueva York, por ejemplo, tanto de día como de noche, son precisamente las de los barrios en donde viven esas minorías y personas. Por el contrario, algunas de las más peligrosas son las de ciertas calles ocupadas por los mismos tipos de individuos. Y esto mismo puede decirse de muchas otras ciudades y capitales.
En las motivaciones de la delincuencia y el crimen -tanto en las barriadas periféricas y en las ciudades provincianas como en las grandes capitales- hay sin duda un substrato de profundas y complicadas presiones sociales. En este libro no entraremos a especular sobre estas profundas razones. Es suficiente que digamos, a este respecto, que si queremos conservar una sociedad urbana cualquiera capaz de diagnosticar sus males y de evitarse problemas sociales graves, lo primero que ha de hacerse, en todos los casos, es fortalecer todo tipo de fuerzas capaces de mantener la seguridad y la civilización a niveles aceptables. Construir barrios, ciudades satélite o grupos que son como un traje a la medida para el surgimiento de la criminalidad es algo totalmente estúpido. Y esto es precisamente lo que estamos haciendo.
Lo primero que se ha de comprender, y bien, es que la paz pública -la paz en las calles y en las aceras- de las ciudades no tiene por qué ser garantizada de manera esencial por la policía, por muy necesaria que ésta sea en otros aspectos. Esa paz ha de garantizarla principalmente una densa y casi inconsciente red de controles y reflejos de voluntariedad y buena disposición inscrita en el ánimo de las personas y alimentada constantemente por ellas mismas. En algunas áreas urbanas -bloques viejos de viviendas y calles con un movimiento de población muy intenso- el mantenimiento de la ley y el orden en las aceras corre enteramente por cuenta de la policía y guardias especiales. Estos lugares son auténticas junglas. Ningún contingente de policía puede llevar una pizca de civilización allí donde se ha quebrado la estructura de base que la hace posible en sus formas más elementales y normales.
Lo segundo que ha de comprenderse es que el problema de la inseguridad no puede en absoluto resolverse dispersando o desparramando las poblaciones, es decir, troncando las características de una capital por las de las barriadas suburbiales de tipo residencial."

Después de leer esto me viene a la mente una pregunta... ¿será posible que la inseguridad que se vive en las calles de Monterrey pueda ser resuelta solo con los reflejos de voluntariedad y la buena disposición de las personas?..................

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