Cuando pienso en lo que está pasando en Gaza, no puedo evitar recordar lo que Hannah Arendt nos advirtió en Eichmann en Jerusalén la “banalidad del mal”. Ese mal que no siempre proviene de monstruos crueles, sino de la rutina, de la obediencia ciega y de la costumbre que nos lleva a aceptar lo inaceptable. Hoy, me estremece ver cómo esa banalidad se traduce en la normalización de la muerte palestina. Los reportes de niños y ancianos muriendo por desnutrición o esperando ayuda humanitaria ya no parecen conmover al mundo; se leen como simples cifras en un comunicado, como si fueran parte de un trámite más.
Arendt nos mostró que este mal no es necesariamente radical ni sádico, sino cotidiano, repetitivo, burocrático. En Gaza, lo veo reflejado en bombardeos que destruyen barrios enteros, en bloqueos que condenan a generaciones a la hambruna, en una maquinaria que convierte vidas inocentes en “daños colaterales”. Y lo que más duele es esa indiferencia global que termina por legitimar la tragedia.
Al leer a Haaretz, me sorprendió su llamado a redescubrir a Arendt en medio de esta oscuridad. No desde un lugar de simple condena, sino desde la responsabilidad de pensar por nosotros mismos, de atrevernos a cuestionar incluso cuando el sistema nos invita a callar. Arendt, judía perseguida que creyó en el sionismo como refugio, nunca negó el derecho de Israel a defenderse. Pero también exigía un juicio moral profundo, la capacidad de decir “no” cuando la defensa se convierte en una máquina que devora vidas sin distinción.
Como espectadora, me duele la pregunta que lanza Haaretz: ¿sabemos que 18.000 niños han muerto en Gaza y seguimos en silencio? ¿Vemos la destrucción total de la franja y no hablamos? Ese silencio, esa costumbre, es justamente lo que Arendt llamaría banalidad: la incapacidad de reconocer al otro como humano.
Para mí, los niños de Gaza no son números. Pienso en ellos como en la “natalidad” de la que hablaba Arendt: la posibilidad de un nuevo comienzo, de un mundo plural. Y pienso también en los ancianos que han vivido la Nakfa y ahora esta nueva catástrofe, portadores de una memoria que debería unir, no separar.
Creo que la lección más clara es que no podemos quedarnos quietos. Hablar, protestar, exigir empatía, aunque parezca poco, es ya una forma de romper la rutina del mal. No se trata solo de defender posturas políticas, sino de rescatar nuestra humanidad compartida.
Yo no quiero acostumbrarme al horror. No quiero que la muerte se vuelva paisaje. Si algo nos deja Arendt, es la obligación de pensar, de sentir y de actuar. Y si algo nos recuerda esta tragedia, es que la paz no será posible mientras la vida del otro se siga viendo como prescindible.
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